Ovejas Negras

El teléfono sonó antes que el sol saliera. Las personas que hemos vivido ese calvario sabemos muy bien que una llamada a esa hora es únicamente portadora de malas noticias. En efecto, para esta pareja de esposos el panorama no sería distinto.
La llamada era desde el hospital de la región. La noche anterior uno de sus dos hijos, Cristóbal el mayor había tenido un accidente automovilístico producto de la ingesta de alcohol combinada con drogas. El nocivo cóctel había dado como resultado el saldo de dos personas muertas y tres (el hijo y otras dos) con un pronóstico reservado.
Fue el padre quien contestó el teléfono y recibió como un baldazo de agua fría la terrible noticia. Aunque trató de no alarmar con el tono de su voz a su esposa fue imposible el no sentir un nudo en su garganta y sentarse a la orilla de la cama creyéndose desvanecer; provocando que a ella el sueño se le esfumara mientras pacientemente estaba a la expectativa al escuchar a su esposo preguntar ¿qué? ¿Como fue? ¿Adonde?
Ella no paraba de llorar mientras ambos se dirigían al hospital a toda prisa. Parecía que el corazón se le iba a salir de su puesto mientras había tanto que querían sacar dentro de sí. Entrando en emergencias y preguntando en recepción lograron dar con el cuarto donde su hijo se encontraba.
La primera impresión casi los puso en estado de shock. Ver a su hijo en estado inconciente con la cara deformada producto de hematomas y traumas, totalmente entubado y conectado a un respirador artificial no es cosa fácil para ningún padre. Incluso el triste blanco del entorno junto con las flores que le adornaban hacían que más que un cuarto de hospital pareciese una funeraria. Guillermo, su hermano menor, se encontraba ya en el lugar y después de un abrazo tan largo a sus padres que pareció eterno pudieron tratar de consolarse mutuamente.
Mientras el día transcurría el martirio que mentalmente Rebeca y Pablo pasaban iba en aumento. Estaban juntos físicamente pero dentro de sí es como si cada uno estaba en una isla desierta, lejos de toda probabilidad de ayuda. Ambos se cuestionaban ¿Qué hice mal? ¿En que falle? ¿Fui un mal padre?


Cristóbal José Villalta vino al mundo un 7 de marzo de 1992. Hijo de don Pablo Villalta, un reconocido ingeniero agrónomo de la región y Rebeca Hernández de Villalta enfermera por profesión y vocación, Cristóbal José vivió cada una de las comodidades existentes en la buena vida. Nunca sus padres tuvieron de sobra, pero tampoco nunca les falto absolutamente nada.
Gracias al corazón receptivo de Rebeca cada uno de los miembros del clan fue conociendo de Cristo, comenzando con Pablo en aquellas épocas ochenteras cuando juntos andaban tomados de la mano y vivían del puro soñar. Tanto Cristóbal como Guillermo quien nació dos años después fueron criados en “cuna cristiana” debido a que el anhelo de sus padres era que ambos fueran hombres de bien con un corazón totalmente enfocado a Dios.
A pesar que el matrimonio Villalta Hernández tenía sus altas y bajas como en cualquiera de los casos, ambos trataban de resolver sus diferencias en privado a tal punto que estaban plenamente convencidos que sus príncipes nunca se dieron cuenta de nada. Cristóbal puso el pie en los mejores y más distinguidos colegios privados del país, gozo de las comodidades tecnológicas de la época e incluso llegó a tener tutores privados para sus clases de refuerzo pero sencillamente el chico nunca fue bueno. Constantemente su madre era llamada de la dirección del colegio pues su primogénito le había reventado la cabeza, la nariz o amoratado los ojos de algún similar de su clase. Llegó al punto de faltar una semana completa al colegio, insultar a un profesor y ser descubierto robando en un supermercado de las cercanías.
Los castigos aplicados por sus padres no fueron efectivos, los psicólogos que lo trataron nunca acertaron en un diagnostico y a pesar que se busco todos los medios existentes para corregir de una vez al muchacho parecía que la maldad sencillamente estaba ligada a este y que todos sus pensamientos y acciones eran de continuo hacia el mal.
A sus diez años Cristóbal fue inscrito en un colegio militar contra su voluntad. La dureza con que fue tratado pareció amoldar el rebelde carácter del joven.
Fueron esos cinco años de constantes ejercicios, disciplinas rigurosas y duros tratos los que transformaron de un regordete chico de diez años a un atlético, alto y moreno joven al salir del colegio militar cuando termino la secundaria.
Sin embargo para la familia Villalta Hernández el orgullo de su primogénito no duro mucho.
Cristóbal José tenía dieciséis años cuando un fin de semana convenció a Guillermo de salir a dar un paseo en automóvil. Rebeca comenzó a preocuparse cuando comenzó a anochecer y vio que ninguno de sus dos hijos aparecía por ninguna parte, no habían telefoneado a la casa y nadie daba un paradero exacto de ellos. Su esposo llegó al punto de las ocho como a menudo lo hacía y ella tuvo que dar la terrible noticia.
Ni siquiera comieron su cena esa noche. Salieron en el auto (habían tres en la casa) por las calles frías a buscar a sus dos hijos pero en ningún lugar se encontraban.
Pablo y Rebeca regresaron a casa alrededor de la medianoche y su corazón volvió a su lugar al ver el auto de regreso en casa. Tenía unas abolladuras en la puerta, el guardafango dañado y un cristal roto.
Guillermo a sus catorce años estaba en el piso de la sala totalmente babeado y sus ropas vomitadas; perdidamente ebrio e inconciente. En su habitación Cristóbal José tenía una leve raspadura en su cabeza su cara roja por la ingesta de alcohol su camisa por fuera y también totalmente perdido e inconciente. Después de acomodarlos a ambos en sus respectivas habitaciones ambos padres intentaron conciliar el sueño sin éxito alguno.
Estaba claro que Guillermo por sí solo no pudo emborracharse. Fue Cristóbal quien lo influencio a ello junto con amistades mayores y perversas que compraron el alcohol. Ninguno de los dos recordaba a ciencia cierta como el auto tenía esos golpes y al día siguiente después del desayuno la bomba explotó. Guillermo con la cabeza baja aceptó su castigo, pero Cristóbal no. La discusión se acaloró tanto que Pablo terminó corriendo de la casa a su hijo mayor y este apenas tomando unas pocas pertenencias se fue a vivir con uno de sus amigos. Fue el principio del fin de Cristóbal. Lejos de la disciplina de sus padres y dejando la escuela para siempre aprendió a consumir y vender droga, acostarse con prostitutas y se rumora sobre un hijo no reconocido pero hasta el sol de hoy se desconoce si sea o no verdad.
Sus padres y hermano lo sacaron de apuros muchas veces, pero sencillamente el orgullo de Cristóbal fue tan grande que nunca regresó a su hogar. Fue realmente doloroso visitarlo en la correccional de menores cuando comenzó a delinquir y salio un par de veces gracias a los abogados pagados por don Pablo Villalta.
El sueño de Rebeca se volvió liviano desde que Cristóbal se fue de la casa. Producto de muchos desvelos comenzó a desmejorar en su salud y en tres años se miraba como si tuviera cincuenta en lugar de los treinta y nueve que realmente tenía. Guillermo comenzó a bajar en su rendimiento escolar y constantemente vivía apartado de todo y de todos.
Sentada en la sala de espera, con sus ojos enrojecidos e inflamados de tanto llorar Rebeca seguía preguntándose ¿Qué hice mal? ¿En que falle? ¿He sido mala madre?

Es bastante triste el saber que muchos padres entregan todo, incluso su felicidad a hijos que jamás lo agradecerán. Aunque igual de amargado es el cuadro que muchos padres han vivido, más parecido a una pesadilla que hubiera dado todo por no tenerla. Hace años un padre escribió un breve testimonio acerca de su hijo mayor, al igual que Pablo y Rebeca refleja su angustia a la necedad de la juventud, quiero compartirlo contigo:

“Cuando Israel era un niño, yo lo amé; y de Egipto llamé a mi hijo. Pero mientras más lo llamaba, más se alejaba de mí y ofrecía sacrificios a las imágenes de Baal y quemaba incienso a ídolos.
Yo mismo le enseñe a Israel a caminar llevándolo de la mano pero no sabe ni le importa que fui yo quien lo cuido.
Guié a Israel con mis cuerdas de ternura y de amor, quité el yugo de su cuello y yo mismo me incliné para alimentarlo…”
Oseas 11.1-4

Si hay algo que realmente conmueve la fibra más lejana de mi corazón es saber que a pesar de nuestra maldad, pecados e insensatez, Dios en su infinita misericordia nos sigue amando y teniendo una paciencia con nuestras vidas.
Todos nosotros reflejamos a Cristóbal, que a pesar del inmenso amor que le fue manifestado sencillamente sus pensamientos estaban orientados hacia el mal, con una naturaleza pecaminosa, y tenemos a Dios, nuestro Padre (si es tu Padre) extendiendo sus misericordias día con día, esperándonos pacientemente a que como hoy, reflexionemos sobre nuestros pecados y volvamos a esa senda que nos da la vida reflejando a Cristo Jesús en nuestro diario vivir. El tiempo aún es propicio, Dios aún sigue llamando, extendiendo una luz para que podamos seguir su camino.

Regresa, oh Israel, al Señor tu Dios porque tus pecados te hicieron caer. Presenta tus confesiones y vuélvete al Señor. Dile: Perdona todos nuestros pecados y recíbenos con bondad, para que podamos ofrecerte alabanzas. Asiria no puede salvarnos, ni nuestros caballos de guerra. Nunca más diremos a ídolos que hemos hecho “ustedes son nuestros dioses” No, solamente en ti los huérfanos encuentran misericordia.
El Señor dice: Entonces yo los sanaré de su falta de fe, mi amor no tendrá límites porque mi enojo habrá desaparecido para siempre. Seré para Israel como un refrescante rocío del cielo. Israel florecerá como el lirio, hundirá profundamente sus raíces en la tierra como el cedro en el Líbano. Sus ramas se extenderán como hermosos olivos, tan fragantes como los cedros del Líbano. Mi pueblo vivirá otra vez bajo mi sombra, crecerán como el grano y florecerá como la vid, serán tan fragantes como los vinos del Líbano.
Oseas 14.1-7




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