Tristemente Encorvados

-         ¡Apúrate Ezequiel! – le dijo la madre al joven – Si te estás distrayendo por el camino es seguro que nos perderemos la enseñanza de hoy.

Para el joven era un verdadero martirio salir de su casa fuera de la aldea de Betania, le disgustaba dar ese paso por el cual cada uno pasamos; dejar la niñez y asumir responsabilidades. Una de ellas era el poner en práctica los conocimientos aprendidos desde la niñez por sus padres y demostrar ser un verdadero judío de la tribu de Benjamín.
Mientras sus padres y hermanos recorrían la rústica senda que los llevaba a la aldea, Ezequiel los seguía de lejos, admirando el paisaje por la mañana, pues era cerca de la hora segunda (8:00 a.m.) admiraba el cantar de las aves mientras con una vara apartaba la maleza cerca. Buscaba distraerse con cualquier asunto, dándole de puntapiés a los guijarros esparcidos alrededor.
Caminaron alrededor de unos veinticinco minutos y su viaje se había convertido en algo monótono ya. Era cosa de todos los días de reposo el pelear, madre e hijo, por la indiferencia religiosa de este; pero sencillamente Ezequiel miraba todas aquellas cosas, el sacrificio, el guardar reposo y orar a ciertas horas específicas como una simple rutina religiosa. Había observado a su padre en la sinagoga cabeceando de sueño y su madre más pendiente de disciplinarlos a ellos; que prestar atención a lo que los antiguos profetas decían por medio de las escrituras. Y lo peor que a sus cortos trece años veía ese cuadro en cada shabat.
El olor de la aldea era inconfundible. Agradable para muchos, despreciable para otro; todo aquel que se dirigía a Jerusalén debía pasar por Betania. Su tranquilidad era pintoresca bajo un sol de mañana. Durante la semana tenía un fuerte olor a ovejas, cabras y camellos que pasaban por los alrededores. Había mujeres preparando el queso, batiendo la leche u horneando el tradicional pan. En las llanuras como lunares a lo lejos se distinguían las manchas blancas de los rebaños que lentamente se movilizaban de un lugar a otro.
Sus calles polvorosas inspiraban tranquilidad, como la mayor parte de las aldeas pequeñas de Israel. No faltaba el grupo de los fariseos, quienes se distinguían del color marrón de la ciudad con sus impecables trajes y flecos. No importaba donde ellos estuvieran; amaban ser observados por la gente a la hora de las oraciones y por naturaleza eran egocéntricos, pues según se decía de ellos eran capaces de influenciar al propio Herodes y una poderosa influencia para el país.
Una expresión de sorpresa reflejó el rostro de Ezequiel y su familia al aproximarse a la sinagoga de la aldea. El lugar estaba a reventar, había muchos fariseos, más de lo que habitualmente hay en un día de reposo, así como muchas personas, generalmente enfermos de distintos padecimientos en la entrada. Sintieron la opresión de la multitud al adentrarse a la sinagoga y si al joven Ezequiel le parecía tedioso ir en un shabat “normal”  este reposo en particular lo hacía desesperar.
Al joven le tocó estar de pie, junto a muchos que como su familia habían llegado tarde a la enseñanza de la sinagoga. Para colmar su paciencia una mujer de aproximadamente unos cuarenta y cinco años estaba junto a él. Al principio el cuadro le pareció repulsivo, pero poco a poco sus ojos fueron acostumbrándose a tal escena.
Esa misma mañana ella no podía más con su existencia. Lamentaba su condición, pero no había tiempo de conmiserarse a sí misma. Había pasado una terrible noche producto de los dolores de espalda, eso dicho de una manera amable pues lo que ella padecía no era un simple lumbago sino una deformidad física. Es natural como la mayoría de las personas que padecen de penosas enfermedades el cada noche pedirle al Creador que termine con ese sufrimiento de una vez por todas. Para ella no era fácil el sobrecargo de un martirio que justo ese mes cumplía dieciocho años de padecerlo. Lo que más le molestaba eran las miradas de compasión y asombro de las personas de la aldea. Sabía ella que por su pasado pecaminoso un espíritu era el causante de esa enfermedad, y frecuentemente a pesar del largo trayecto desde su casa hasta la sinagoga sin mencionar la dificultad que ella tenía para respirar ella estaba siempre allí, esperando, escuchando de un Dios misericordioso y de la esperanza de un Mesías que restauraría el reino en justicia, paz y sanidad.
Ella estaba encorvada hacia abajo, los médicos de estos días hubiesen dado un diagnostico certero, pero para un joven como Ezequiel esta escena fue grotesca. No es que no estuviera acostumbrado a ver enfermos, pues una vez con un grupo de amigos observo los leprosarios, y aunque esto le afectó mucho porque dejó de dormir en dos días le pareció una experiencia única.
Pero estar esa mañana en la sinagoga y ver a esa mujer fue el límite de su tolerancia. Para colmo de males la mujer no estaba quieta, parecía sacudirse inconforme desde que la enseñanza había comenzado. Ezequiel ni siquiera notó que no era el principal de la sinagoga quien estaba dando la enseñanza ese Shabat. La razón por la que el lugar estaba a reventar era porque por primera vez Jesús el Nazareno del que tanto se había escuchado por las regiones esa mañana se encontraba en Betania en la misma sinagoga donde su familia estaba.
Siendo sinceros la primera impresión de Jesús decepcionó a Ezequiel. Había escuchado tanto de este hombre que unos decían era Elías u otro de los profetas, de sus prodigios y que recientemente había alimentado a cinco mil personas en el norte del país junto al lago de Galilea y se imaginaba a un hombre más alto, o mejor parecido pero no fue así. Sus manos tenían un par de marcadas cicatrices pues Ezequiel ignoraba que el Hijo de Dios había sido carpintero por treinta años, su piel curtida por el sol y una túnica de un solo bordado hacía que ese hombre no se distinguiera del montón.
Había dos cosas distintas en él. Primeramente era su mirar, había algo especial en eso que no se podía describir. Inspiraba paz y confianza y al mismo tiempo ternura y protección. Lo podía comprobar con sus discípulos y en especial a doce de ellos que le seguían cual ovejas a su pastor. Curiosamente su tierno mirar contrastaba con la enseñanza que este daba, pues su voz era fuerte, autoritaria y muy distinta a la voz monótona, repetitiva e insegura de los maestros e interpretes de la ley que había escuchado antes. Este hombre sabía lo que enseñaba pues lo hacía con autoridad.
Su mensaje era dirigido a la  ya existente hipocresía de los fariseos e interpretes de la ley. Pudo ver sus rostros llenos de asombro mientras este hablaba en la sinagoga. Muchos de ellos confabulaban cosas en secreto, seguramente un complot contra Jesús pues el mensaje mostraba la verdad en ellos, y todos sabemos que a nadie nos gusta que se nos diga la verdad en nuestra cara.
Ezequiel pensaba en esas cosas cuando repentinamente todo quedó en absoluto silencio. Pudo ver las miradas de todos, incluyendo la de Jesús dirigiéndose hacia el lugar donde este se encontraba con su familia. Al poner más atención a las palabras del maestro se percató que no fue a él sino a la mujer que se encontraba a su lado a quien todos miraban. Decidió, movido por la curiosidad el saber que era lo que en realidad estaba pasando así que prestó atención a lo que Jesús decía, pero la mujer se había movido del lugar donde estaba.


La gente había hecho un corredor para que esta mujer se dirigiera hasta el lugar donde Jesús enseñaba. Con dificultad ella tristemente se movió en su andar lento y pudo apreciar Ezequiel el verdadero sufrimiento de esa mujer. Parecía que con cada respiración un gesto de dolor acompañaba al suspirar, aún con todo esto, y ayudada por más de algún buen israelita ella llegó hasta el frente.
Casi de inmediato Jesús descendió del lugar alto donde enseñaba (un par de peldaños para ser exactos) y se dirigió hacia la mujer:

-         Apreciada mujer, ¡Estas sanada de tu enfermedad! (Lucas 13.12)

Ezequiel presenció un milagro durante esa mañana. Pudo ver como bastó un toque de Jesús para que esa mujer se enderezara a la altura de los demás. Ella no podía parar de llorar de la emoción e incluso al intentar alabar a Dios, levantando sus manos un nudo en su garganta impedía que esta hablara. La escena conmovió a todo el mundo excepto a los fariseos quienes al presenciar frente a ellos ese milagro rasgaron su ropa en señal de repulsión y comenzaron a amonestar a los demás enfermos que se encontraban en el lugar. Fue el líder de la sinagoga en Betania quien se expresó duramente ante los demás:

-         ¡Hay seis días en la semana para trabajar! ¡Vengan en esos días para ser sanados! (Lucas 13.14)

Se había formado un alboroto de murmullos entre los presentes, unos gritaban alabando a Dios, otros lloraban y añadido a esto la mujer que había sido sanada alababa a su Creador de una manera poco usual. Una palabra puso fin a toda murmuración y dejó atónitos tanto a fariseos como a los presentes. Fue un grito en seco que gracias al eco existente en el lugar se logró escuchar en la sinagoga.


-         ¡Hipócritas!

El joven Ezequiel pudo observar que fue Jesús quien severamente miraba en dirección donde los fariseos se encontraban. La demás gente prestaba total atención a sus palabras. Cuando hubo un silencio sepulcral Jesús continuó con la confrontación:

-         Cada uno de ustedes trabaja el día de descanso. ¿Acaso no desatan su buey o su burro y lo sacan del establo el día de descanso y lo llevan a tomar agua? Esta apreciada mujer, una hija de Abraham estuvo esclavizada por Satanás durante dieciocho años ¿no es justo que sea liberada aun en el día de descanso?

Los fariseos estaban sonrojados hasta el extremo. No tuvieron palabras para defenderse en especial el principal de la sinagoga quien había provocado la reprensión de Jesús. Muchos de ellos rasgaron su ropa en señal de repudio, mientras el pueblo se abalanzaba hacia Jesús adorando y glorificando a Dios.

¿Hace cuanto tiempo el pecado que llevas a cuestas te impide incluso respirar? Curiosamente habemos muchos hijos de Dios los cuales el pecado nos atormenta o tomando las palabras literales de Jesús “esclavizados por Satanás” y lejos de sentirnos miserables, prisioneros y con ansias de liberación sencillamente nos amoldamos a este, al mundo y sus deseos y hacemos el mínimo esfuerzo (si es que hacemos uno) por salir de este. Dime una cosa lector ¿es la voluntad de Dios el amoldarnos a nuestro pecado? ¿Dónde queda ese texto en romanos que somos “Mas que vencedores en Cristo Jesús”? Anoche mientras me dirigía a casa un vendedor constantemente repetía “La Sangre de Cristo tiene poder” pero es una frase tan trillada que quienes la repetimos hemos dejado de creer o poner atención en lo que esto implica. Su sangre nos dio identidad, libertad, redención y justificación. ¿Por qué vivimos como esclavos de un pecado que a fin de cuentas no nos traerá nada beneficioso? Cristo tiene el poder, pero la decisión la tienes tú.

A Dios la Gloria por los siglos


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