Un inesperado encuentro
Su rostro, reflejado en el espejo de bronce, denotaba cierto cansancio; sin embargo el hombre estaba comprometido a contar la historia que cambió la humanidad. Aunque Juan Marcos no estuvo presente cuando los sucesos acontecieron; pues en esos tiempos apenas era un pequeño niño, si tuvo el privilegio de escuchar la historia con quienes la vivieron en carne propia, especialmente con Céfas, ahora conocido como Pedro y Jacobo, hermano en carne de Jesús y uno de los principales cabecillas que lideraban la iglesia en Jerusalén.
Su decisión de escribir obedecía a dos razones principales: La cruel e inmisericorde persecución del imperio romano sobre un gran número de creyentes hacía que la historia de los hechos se deformara en cierto punto, por esa razón quería recopilar los sucesos tal y como acontecieron hace ya veinte años atrás, y lo segundo es la inmensa necesidad de proclamar el evangelio a toda criatura.
Juan Marcos había escrito la mayoría de los papiros que hoy conocemos como el evangelio de Marcos, y al llegar al momento del arresto y calvario de Jesús, un extranjero ahora conocido por muchos en la región, pero desconocido en aquellos tiempos lo hizo reflexionar en la inmensa perfección de Dios en sus propósitos, pues como dicen por allí Dios traza líneas rectas sobre renglones torcidos.
Hay en realidad muy poca información sobre este hombre proveniente de las regiones de África, así que primeramente quiero pedirte disculpas por dar uso a mi imaginación al escribir sobre este individuo para trenzar una historia que probablemente pudo pasar.
Las inmensas gotas de sudor lucían como pequeñas perlas sobre su piel oscura. No hablamos de alguien curtido por el sol, como abundaban muchos en la región de Jerusalén; este hombre de nacimiento era de tez oscura y esto, sumado a la altura que modestamente sobrepasaba ante los hombres promedio, y su inmensa fuerza comparada con las de un buey (sin ofenderlo), lo hacía notarse ante los demás.
Simón, originario de Cirene, antigua ciudad ubicada en lo que hoy conocemos como Libia a menudo por temporadas hacía el viaje en burro desde sus tierras en África hasta Israel, su objetivo era el comercio de diversas especias y granos que solamente se podían dar en las regiones del Neguev. No le caían a este tipo muy bien los judíos, pues eran radicales hasta el extremo con sus normas religiosas y miraban a los gentiles como él (extranjeros) con cierto grado de desprecio.
Simón estaba acostumbrado a las humillaciones debido al color de su piel, así que la indiferencia de los semitas le importaba un comino. El iba a traficar para sobrevivir. Así era la vida y lo había aprendido con el paso del tiempo. Debido a sus frecuentes viajes a la tierra de Israel sabía que debía apurar el pequeño cargamento de especias que llevaba sobre su bestia, pues no dentro de mucho tiempo, el shabat daría comienzo y no tendría otra opción que esperar a que las puertas de la ciudad sean abiertas hasta el primer día de la semana.
Con dificultad subió la colina que conduce a la ciudad de David y logró llegar justo a la hora segunda (8:00 a.m.). Aunque había visitado muchas veces la ciudad más importante de Israel fue hasta ese momento que comprendió el porqué le llamaban la “ciudad de oro”. El efecto que el naciente sol daba a la ciudad la hacía lucir un precioso dorado, digno de la inspiración de muchos lienzos.
Jerusalén ese día sufría muchos contrastes. Al bajar el monte de los olivos y entrar por la puerta de oro al costado vio una turba de hombres enfurecidos. Un hombre semidesnudo estaba siendo juzgado en esos momentos. Su cara deformada por los incontables puñetazos recibidos aún reflejaba cierta serenidad. Desde lejos pudo ver como su espalda era una masa sangrante y como este hombre tiritaba cada vez más no por el frío sino por la inevitable pérdida de sangre. A su lado se encontraba un hombre también conocido por el pueblo. Perteneciente a un grupo revolucionario fue apresado en un levantamiento por los soldados romanos y culpado de un asesinato. Su nombre era Barrabás.
Simón llegó en el momento justo cuando Poncio Pilato ponía en libertad al asesino y dominado por la presión de un pueblo que clamaba por sangre condenó a este hombre a morir crucificado.
¿Qué habrá hecho este hombre para merecer una reprensión de este tipo? – Pensó Simón para sí, pues la condena más cruel ejercida por las leyes romanas era destinar al prisionero a ser colgado de un madero de brazos y pies, luchando por cada respiro de aire y agonizando por horas con un punzante dolor de pies a cabeza. Había tenido Simón la oportunidad de ver desde lejos el calvario de aquellos condenados a este tipo de muerte y sabía que no era nada grato.
- Al mal paso darle prisa – pensó para sí. No había venido desde tan lejos a presenciar una ejecución sino a buscar un medio para subsistir, así que rápidamente dio un fuerte golpe en las ancas de su burro para que este avanzara entre la multitud.
Su afán y ansiedad se transformó en disgusto a los pocos minutos. Literalmente todas las personas habían suspendido sus labores diarias debido a la magnitud de tan lamentable evento. Simón, quien había venido desde tan lejos debía conformarse (por las malas) a esperar, que tanto la condena de ese hombre, como el día siguiente que era de reposo pasaran, para que este pudiera negociar sus especias. Eso lo puso de muy mal humor y debido a que era un extranjero en Jerusalén no quiso armar un alboroto y decidió caminar mientras su ira pasaba.
Recorrió la ciudad que parecía desierta, pues toda la multitud se encontraba en los alrededores del pretorio donde este desconocido había sido condenado. No lograba entender el porque unos gritaban con euforia que le crucificaran; mientras habían otros que con el corazón totalmente destrozado lloraban desconsolados en las puertas de las casas y en las muchas esquinas de la ciudad, rasgando sus túnicas en señal de lamento y de humillación.
Quiso evitar el mezclar sus emociones con las de un pueblo al cual era extranjero así que decidió salir de la ciudad. Lamentablemente la multitud le cerró el paso. Simón volvió a ver a este hombre con un sucio manto rojo sobre su espalda y con una corona de espinas mientras penosamente llevaba un madero muy pesado sobre sus hombros. Quiso dar la vuelta con su burro cuando en un fuerte latín un centurión llamaba a este dándole órdenes para que viniera.
Roma era el imperio más grande de esos tiempos, así que desobedecer a las órdenes de un soldado romano y especialmente a las de un centurión era para meterse en verdaderos líos. Con un semblante serio el negro se aproximo hacia la multitud. Por lo poco que pudo entender, debido a su gran tamaño y a su visible fuerza lo estaban obligando a llevar el pesado madero de ese hombre a sus espaldas, pues debido a la pérdida de sangre el condenado a muerte se encontraba muy débil ya.
Fue una vez que con la ayuda de dos soldados le pusieran la pesada carga sobre sus fuertes hombros que por fin logró tener piedad de este hombre. No podía comprender como habiendo soportado tanta injuria y maltrato aún él sacaba fuerzas para cargar esa cruz. Pudo ver hacia atrás, por el camino que este hombre había recorrido desde el pretorio (unos dos kilómetros) un rastro de muchas gotas de sangre lo marcaban, todas habían salido de él y aún así lo estaban obligando a mantenerse en pie mientras escupían su rostro y lo tomaban como burla e injuria.
De vez en cuando un soldado le daba un fuerte puñetazo en el rostro que lo derribaba; picándolo inmediatamente con varas para obligarlo a levantarse y así sucesivamente ambos, Simón y el hasta ahora desconocido prójimo, subían la escabrosa colina del gólgota.
Si el extranjero pensaba que había visto demasiado se equivocaba pues para este hombre el principio de dolores apenas daba comienzo. Con crueldad dos soldados romanos clavaron sus muñecas al madero que Simón había cargado sobre sus hombros, lo que produjo un seco pero igual aterrador grito de dolor, haciendo igual con sus pies. Sobre la cruz colocaron un letrero en distintos idiomas para que todas las personas pudieran leerlo “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” pero aún con ese burdo y maltratado letrero no podía reconocerlo. Dos hombres igualmente injuriados estaban crucificados a sus costados pero no lucían tan maltratados como Jesús, quien estaba en el centro de ambos.
El día era raro. Parece que todo estaba dirigido por un orquestador, pues inmediatamente fue Jesús levantado en la cruz, las tinieblas cubrieron el lugar. Lo extraño es que apenas eran las nueve de la mañana.
Simón no tenía porque ver esa escena así que decidió retirarse justo cuando un soldado le daba a beber vinagre en lugar de agua. Era demasiado doloroso ver como este hombre se apoyaba sobre sus sangrantes pies para lograr aspirar cada bocanada de aire pues el hecho de estar colgado lo estaba asfixiando poco a poco.
El penoso día pasó rápido, tanto que ni siquiera percibió que eran casi las tres de la tarde. Acababa Simón de bajar la colina del gólgota cuando un fuerte terremoto sacudió los cimientos de la ciudad. El sacerdote en turno, alarmado se admiraba que el velo del templo se había partido en dos, de arriba abajo, pero el extranjero no pudo descubrir el significado de ello.
El shabat transcurrió en silencio al siguiente día. Un par de personas afirmaban que tras el terremoto los muertos habían salido de sus tumbas y estaban apareciendo a muchos, otros lamentaban el hecho que Jesús, quien hasta esos entonces era un profeta para los judíos hubiese muerto injustamente, pues la confusión reinaba sobre la ciudad.
La mañana del domingo tuvo mucha actividad desde antes que el sol saliera. Rápidamente la noticia se difundió mientras Simón vendía sus especias en el mercado. Pese a que las historias fueron muchas había un solo hecho que era realidad: Jesús de Nazareth, quien hace dos días había muerto cruel e injustamente había desaparecido de su tumba. Entre muchas conjeturas se decía que sus discípulos habían robado el cadáver, aunque la hipótesis más grande era que había resucitado entre los muertos.
Años más tarde, cuando las enseñanzas de Jesús recorrieron todo el mundo antiguo, Juan Marcos recordaba a este Simón cuando escribía su evangelio.
“Un hombre llamado Simón, que pasaba por allí, pero era de Cirene venía del campo justo en ese momento, y los soldados lo obligaron a llevar la cruz de Jesús. (Simón era el padre de Alejandro y de Rufo)”
Marcos 15.21
Aunque la aclaración en el paréntesis no está entre los manuscritos originales; si nos da una pista sobre quien fue Simón.
Pablo el apóstol, alrededor del año 58 después de Cristo, mientras dictaba la carta a los romanos, recordaba a Rufo, hijo de Simón:
“Saluden a Rufo, a quien el Señor eligió para hacerlo suyo; y también a su querida madre, quien ha sido como una madre para mí”
Romanos 16.13
¿Estamos hablando del mismo Rufo hijo de Simón de Cirene? ¿Su familia habrá sido alcanzada por la misericordia de Dios gracias a este evento? Sinceramente quiero creerlo así; aunque como repito no hay suficientes pistas para ello. Pero algo es muy cierto, Dios tiene maneras muy dinámicas para tocar el corazón de las personas, pues nada esta fuera de sus propósitos y la casualidad no existe para Él.
Familias han sido alcanzadas por el inmenso amor de Dios de las maneras menos esperadas, aunque tú mejor que nadie lo sabe, cada uno de nosotros tenemos una historia distinta que contar.
Bendiciones
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