Quiero, se Limpio
Hacía tanto tiempo que este hombre no recordaba la última vez que fue feliz. Los días le parecían eternos y frecuentemente se sentía culpable de su mal. ¿Cómo es posible que un simple descuido produzca tan graves consecuencias?. Aunque todas las noches lloraba lamentándose en su condición muy poco podía hacer para remediarla, el hombre estaba solo y para aumentar sus males era un inmundo a los ojos de Dios y de los hombres.
¡Si tan solo hubiese puesto atención a las primeras señales de la enfermedad! Recuerdos fugaces pasaban por su mente: Su esposa notando aquella pequeña mancha en su espalda, pero estaba tan absorto en su trabajo que la mancha era algo si importancia, según decía el, desaparecería con el tiempo; permitiéndole de esa manera que la enfermedad se desarrollara aún más y como un asesino silencioso atrofiara para siempre sus manos y pies, soportando el terrible dolor de alejarse de una vez y para siempre de su familia y ser condenado a vivir errante por los desiertos, pues su mal fue tan grave que incluso los mismos enfermos lo consideraban como una persona indeseable.
Por si su agonía fuera poca, agregado a sus males tenía que soportar tambien la discriminación de la sociedad. Según las leyes establecidas por Dios el hombre estaba obligado a advertirle a gritos a cualquiera que quisiese acercarse ¡INMUNDO! ¡INMUNDO! ¡LEPROSO! declarando a los cuatro vientos su humillación. Así es la lepra, cruel y silenciosa que ataca a grandes y chicos, ricos y pobres y no respeta a nadie.
La mayoría de las tardes, en un sentimiento de nostalgia; sentábase en una de las muchas colinas de los alrededores de la ciudad para así observar la puesta del sol. Sus ojos literalmente estaban secos de llorar ya, simplemente nunca comprendió la razón de tan grande tormento y mucho menos inquirir sobre los planes de Jehová Dios. Este hombre, un anónimo para la historia, un simple leproso para aquellos evangelistas no comprendía que el mismo Dios quien permitió su enfermedad sería el que se glorificaría en esta a su tiempo. Vivía el día nada más y no habían "mañanas" para él, sus ilusiones murieron con el avance de la lepra. Comía de los alimentos que algun piadoso en Israel dejara para los más pobres y necesitados y esto no era de todos los días. Sus huesos podían contarse a simple vista, sin embargo, con resignación habían noches que, hambriento, se recostaba para ver las estrellas hasta que el frío nocturno comenzaba a calar su cuerpo, obligándolo de esa manera a entrar en su cueva para dormir.
Fue uno de esos días de andar errantes lo que lo hizo reflexionar. Un cargamento de productos varios con destino a Jerusalén había sido asaltado en medio del camino. Los restos de la carreta y algunos objetos dispersos entre el polvo fueron las únicas evidencias del suceso. Al acercarse más a la escena pudo ver cosas que sin duda serían útiles para él. Tomando algunas de ellas encontró entre los escombros un espejo bruñido de bronce el cual frotó con su sucia túnica. Fué hasta que el polvo fue removidoque pudo apreciar la cruda realidad de las cosas. Su rostro era el de un cadáver en vida, no se parecía absolutamente nada a aquel robusto benjamita de hace años. Las cuencas de sus ojos estaban hundidas, sus pómulos resaltaban en su rostro y su piel estaba curtida como el cuero. Sumado a ello la infinidad de llagas que invadían su piel era la escena más espantosa jamas vista
- Sabía que estaba mal, pero nunca pense que fuera tanto - Se dijo para sus adentros
Esa noche no pudo dormir. El sueño nunca fue reparador debido a imágenes del pasado que le asaltaban la mente, eran recuerdos tristes de cuando él era felíz (ironías de la vida), pensamientos de su esposa y su hijo, de aquella vieja aldea cercana al mar de Galilea donde solían vivir, pero esta noche en particular se sumaba a sus recuerdos aquella imagen del espejo. Ver su rostro acabó con la poca moral que tenía. Quiso llorar, pero ya no pudo hacerlo, lo único que quedaba era hacer una oración a Jehová Dios que acabase con su vida de una vez, pues en el Seol tendría mejor descanso entre los muertos, que vivo siendo un miserable
La mañana siguiente no era diferente a las demás que había vivido. Lo que para este leproso significaba un día más para Dios era el día de salvación, la respuesta a su sufrimiento y el milagro por el cual se le glorificaría en los siglos venideros.
Sentado en una colina, viendo el amanecer en su plenitud, divisó a lo lejos una muy grande multitud que se dirigía hacia donde estaba él. La muchedumbre era variada: Hombres, mujeres, niños, ancianos, enfermos, lunáticos y paralíticos siendo cargados por otros, gente que compartía la agonía que atravesaba también. Todos, con firme convicción seguian a un hombre que, de no ser por su vestidura, hubiese jurado que era extranjero.
El hombre sobrepasaba los hombros de todos, su andar era erguido, como el andar de príncipes y reyes, lo cual difería con su piel bronceada y sus sandalias polvorientas. Su rostro era bello, semejante a lo divino. No pudo admirarlo por mucho tiempo porque muy pronto se vio envuelto en un dilema. Al ver la multitud acercarse cada vez más debía apegarse a las leyes mosaicas alzando su voz diciendo: ¡LEPROSO! y retirarse del lugar, pero al mismo tiempo la curiosidad de poder ver más de cerca a este hombre recorría su cuerpo. Prontamente optó por lo segundo y decidió ocultarse en unas rocas para que ninguno lo viese. Le admiró mucho ver a este hombre subir la colina y sentarse en la cima bajo la sombra de un olivo. Sus ojos infundían ternura y paz, su semblante efectivamente era el de un principe que inmediatamente comenzó a hablar:
Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación...
Una a una escuchó las palabras de este hombre a lo largo de tres horas que estuvo en ese lugar. Sus palabras fueron un bálsamo para su corazón herido, golpeado y sufrido. Le sorprendió mucho la autoridad con la cual hablaba, sobretodo porque entre la multitud se encontraban fariseos y saduceos; hombres doctos en las leyes religiosas que no encontraron como refutarle palabra o enseñanza alguna.
Las tres horas parecieron minutos fugaces y la inmensa multitud, unas cinco o seis mil personas, comenzaron a bajar cada uno a las ciudades aledañas. El maestro iba en medio de la multitud, imponiendo las manos en los enfermos, expulsando demonios que atormentaban a hombres y mujeres. Otros simplemente le acompañaban con el deseo de seguirle fielmente donde fuese.
Cuando Jesús comenzó a alejarse este hombre sintió un fuerte impulso a seguirlo, quería saber más de su persona, de sus enseñanzas y sobre el reino de los cielos del cual hablaba. Pronto muchos pensamientos comenzaron a invadir su mente ¿Cómo seguirlo? ¿Aceptaría Jesús a un leproso hediondo, inmundo y marginado? ¿Qué dirían los demás? Pero no había más tiempo para pensar, era ahora, o nunca pues la multitud comenzaba a desaparecer en el horizonte y si reflexionaba más los perdería de vista.
Cubrió su cuerpo con un manto de tal manera que lo único que se miraba de él eran sus ojos, tuvo que hacerlo de esa manera para que las demás personas no se escandalizaran siendo eso un obstáculo para llegar a sus pies. No sabía si su plan funcionaría pero era un riesgo que debía correr.
Muy pronto alcanzó a los últimos en la multitud. Escuchaba a la gente hablar sobre un mesías, una esperanza de Israel y la paz con Dios. Otros glorificaban con lágrimas en sus ojos, quebrantos de gratitud y gritos de júbilo. Cuando estuvo a unos pasos de él se preguntó: ¿valdra la pena tanto esfuerzo? ¿me rechazará o me recibirá?
Un publicano se encontraba en ese lugar mientras esto sucedía. La vida de este leproso semejaba mucho a su vida y años después escribió sobre ello...
La mayoría de las tardes, en un sentimiento de nostalgia; sentábase en una de las muchas colinas de los alrededores de la ciudad para así observar la puesta del sol. Sus ojos literalmente estaban secos de llorar ya, simplemente nunca comprendió la razón de tan grande tormento y mucho menos inquirir sobre los planes de Jehová Dios. Este hombre, un anónimo para la historia, un simple leproso para aquellos evangelistas no comprendía que el mismo Dios quien permitió su enfermedad sería el que se glorificaría en esta a su tiempo. Vivía el día nada más y no habían "mañanas" para él, sus ilusiones murieron con el avance de la lepra. Comía de los alimentos que algun piadoso en Israel dejara para los más pobres y necesitados y esto no era de todos los días. Sus huesos podían contarse a simple vista, sin embargo, con resignación habían noches que, hambriento, se recostaba para ver las estrellas hasta que el frío nocturno comenzaba a calar su cuerpo, obligándolo de esa manera a entrar en su cueva para dormir.
Fue uno de esos días de andar errantes lo que lo hizo reflexionar. Un cargamento de productos varios con destino a Jerusalén había sido asaltado en medio del camino. Los restos de la carreta y algunos objetos dispersos entre el polvo fueron las únicas evidencias del suceso. Al acercarse más a la escena pudo ver cosas que sin duda serían útiles para él. Tomando algunas de ellas encontró entre los escombros un espejo bruñido de bronce el cual frotó con su sucia túnica. Fué hasta que el polvo fue removidoque pudo apreciar la cruda realidad de las cosas. Su rostro era el de un cadáver en vida, no se parecía absolutamente nada a aquel robusto benjamita de hace años. Las cuencas de sus ojos estaban hundidas, sus pómulos resaltaban en su rostro y su piel estaba curtida como el cuero. Sumado a ello la infinidad de llagas que invadían su piel era la escena más espantosa jamas vista
- Sabía que estaba mal, pero nunca pense que fuera tanto - Se dijo para sus adentros
Esa noche no pudo dormir. El sueño nunca fue reparador debido a imágenes del pasado que le asaltaban la mente, eran recuerdos tristes de cuando él era felíz (ironías de la vida), pensamientos de su esposa y su hijo, de aquella vieja aldea cercana al mar de Galilea donde solían vivir, pero esta noche en particular se sumaba a sus recuerdos aquella imagen del espejo. Ver su rostro acabó con la poca moral que tenía. Quiso llorar, pero ya no pudo hacerlo, lo único que quedaba era hacer una oración a Jehová Dios que acabase con su vida de una vez, pues en el Seol tendría mejor descanso entre los muertos, que vivo siendo un miserable
La mañana siguiente no era diferente a las demás que había vivido. Lo que para este leproso significaba un día más para Dios era el día de salvación, la respuesta a su sufrimiento y el milagro por el cual se le glorificaría en los siglos venideros.
Sentado en una colina, viendo el amanecer en su plenitud, divisó a lo lejos una muy grande multitud que se dirigía hacia donde estaba él. La muchedumbre era variada: Hombres, mujeres, niños, ancianos, enfermos, lunáticos y paralíticos siendo cargados por otros, gente que compartía la agonía que atravesaba también. Todos, con firme convicción seguian a un hombre que, de no ser por su vestidura, hubiese jurado que era extranjero.
El hombre sobrepasaba los hombros de todos, su andar era erguido, como el andar de príncipes y reyes, lo cual difería con su piel bronceada y sus sandalias polvorientas. Su rostro era bello, semejante a lo divino. No pudo admirarlo por mucho tiempo porque muy pronto se vio envuelto en un dilema. Al ver la multitud acercarse cada vez más debía apegarse a las leyes mosaicas alzando su voz diciendo: ¡LEPROSO! y retirarse del lugar, pero al mismo tiempo la curiosidad de poder ver más de cerca a este hombre recorría su cuerpo. Prontamente optó por lo segundo y decidió ocultarse en unas rocas para que ninguno lo viese. Le admiró mucho ver a este hombre subir la colina y sentarse en la cima bajo la sombra de un olivo. Sus ojos infundían ternura y paz, su semblante efectivamente era el de un principe que inmediatamente comenzó a hablar:
Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación...
Una a una escuchó las palabras de este hombre a lo largo de tres horas que estuvo en ese lugar. Sus palabras fueron un bálsamo para su corazón herido, golpeado y sufrido. Le sorprendió mucho la autoridad con la cual hablaba, sobretodo porque entre la multitud se encontraban fariseos y saduceos; hombres doctos en las leyes religiosas que no encontraron como refutarle palabra o enseñanza alguna.
Las tres horas parecieron minutos fugaces y la inmensa multitud, unas cinco o seis mil personas, comenzaron a bajar cada uno a las ciudades aledañas. El maestro iba en medio de la multitud, imponiendo las manos en los enfermos, expulsando demonios que atormentaban a hombres y mujeres. Otros simplemente le acompañaban con el deseo de seguirle fielmente donde fuese.
Cuando Jesús comenzó a alejarse este hombre sintió un fuerte impulso a seguirlo, quería saber más de su persona, de sus enseñanzas y sobre el reino de los cielos del cual hablaba. Pronto muchos pensamientos comenzaron a invadir su mente ¿Cómo seguirlo? ¿Aceptaría Jesús a un leproso hediondo, inmundo y marginado? ¿Qué dirían los demás? Pero no había más tiempo para pensar, era ahora, o nunca pues la multitud comenzaba a desaparecer en el horizonte y si reflexionaba más los perdería de vista.
Cubrió su cuerpo con un manto de tal manera que lo único que se miraba de él eran sus ojos, tuvo que hacerlo de esa manera para que las demás personas no se escandalizaran siendo eso un obstáculo para llegar a sus pies. No sabía si su plan funcionaría pero era un riesgo que debía correr.
Muy pronto alcanzó a los últimos en la multitud. Escuchaba a la gente hablar sobre un mesías, una esperanza de Israel y la paz con Dios. Otros glorificaban con lágrimas en sus ojos, quebrantos de gratitud y gritos de júbilo. Cuando estuvo a unos pasos de él se preguntó: ¿valdra la pena tanto esfuerzo? ¿me rechazará o me recibirá?
Un publicano se encontraba en ese lugar mientras esto sucedía. La vida de este leproso semejaba mucho a su vida y años después escribió sobre ello...
"Cuando descendió Jesús del monte, le seguía mucha gente.
Y he aquí vino un leproso y se postró ante él diciendo:
Señor, si quieres puedes limpiarme...
Jesús extendió su mano y le tocó, diciendo
Quiero, se limpio...
Y al instante su lepra desapareció..."
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